Con dos fechas por jugar, Peñarol y Nacional lideran la tabla del Clausura. La diferencia significativa es que mientras el Carbonero ganó el Apertura y se encamina a quedarse con la tabla Anual, al Tricolor le queda una única bala para llegar a las finales.
Sea como sea, haya una final, dos, cuatro o se termine con el Clausura, el Uruguayo es cosa de grandes.
Y si el fútbol en general muchas veces tiende a los excesos y a las sobreactuaciones de algunos de sus protagonistas, el fútbol uruguayo en particular llega a niveles de paroxismo. Más aún cuando todo se ve desde un tamiz de sospecha que no hace más que agitar teorías conspirativas en busca de chivos expiatorios que los exculpe de responsabilidades propias.
Ojalá se hable más de Leo Fernández y menos de Ignacio Ruglio, más de Nico López y menos de Alejandro Balbi.
Toca por un instante pedirle a los dirigentes que se corran un poco del medio, que midan sus declaraciones, que dejen que los jugadores se encarguen, que admitan las fallas de todos los que están dentro de la cancha.
No pierdo las esperanzas de que un día se den cuenta que no hacerlo predispone mal a todo el ambiente, que si por un lado alguien dice que no cree en la mala fe de los árbitros pero por otro lado habla de un perjuicio sistemático los dichos y los hechos son antagónicos.
Que en vez de quejarse de las designaciones tengan prudencia y dejen de meter presión en el peor sentido del término. No hay garantías de que un árbitro no se va a equivocar. Como tampoco hay garantías de que un arquero salga mal a cortar un centro o un delantero falle un gol con el arco vacío. Simplemente porque el error es parte del juego.
Pienso en la tarea de nosotros, los periodistas. Apelemos a la lucidez, hablemos de fútbol, evitemos la tentación de ir en busca de declaraciones destempladas que vuelvan hostil el ambiente, eludamos las voces insensatas que retroalimentan un discurso peligroso.
En fútbol, poner la razón por sobre la pasión es casi imposible. Pero como tantas utopías, vale la pena intentarlo.